Pedro Sánchez tuvo claro cuando llegó a Moncloa que uno de sus principales retos iba a ser gestionar el lío catalán. Apostó por “desinflamar”; es decir, rebajar la tensión, calmar los ánimos, distinguir a esa parte del independentismo dispuesta a hablar de la que jamás lo haría, e intentar así despejar el camino hacia un punto de encuentro. Mientras tanto, la pandemia primero, y ahora la guerra de Ucrania con sus derivadas económicas, han contribuido a sacar del primer plano lo relativo al Procés, y por tanto a calmar la situación. Los resultados saltan a la vista: ha bajado significativamente el número de catalanas y catalanes que quieren la independencia, se ha relajado de forma evidente la tensión y Cataluña ha dejado de ser un problema para los españoles, que llegaron a situarlo según el CIS en el segundo lugar de sus preocupaciones y ahora aparece en el puesto 41. Pero que nadie se equivoque: una parte importante de la ciudadanía catalana no se encuentra cómoda con su relación con el Estado, incluyendo aquí desde los que optarían por un modelo federal hasta quienes preferirían la independencia. Según el último CEO, el 54%. Que la tensión se haya rebajado enormemente no quiere decir que el problema se haya solucionado ni mucho menos. En este contexto hay que enmarcar mucho de lo ocurrido recientemente y de lo que vendrá los próximos días
La primera dosis de ibuprofeno fueron los indultos. Su mero anuncio causaba escándalos y aspavientos en buena parte de la opinión publicada, y en principio también en la pública. Bastaron unas semanas para comprobar cómo los datos de opinión pública se daban la vuelta y, aunque fuera de Cataluña nunca tuvieron una mayoría a favor, entre los votantes progresistas se entendió que el objetivo de iniciar una línea de encuentro merecía el precio a pagar.
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