Las democracias son sistemas más robustos de lo que parece y perfectamente preparados para gestionar fallos de cualquiera de sus órganos. De hecho, esa capacidad de asumir disfunciones es uno de los rasgos que las caracteriza.
Si alguien considera que un tribunal no ha juzgado con arreglo a derecho, puede recurrir a otro superior. Si el Ejecutivo no actúa conforme a sus funciones, el legislativo puede desde negarse a convalidar un decreto ley hasta interponer una moción de censura, pasando por impedir mayorías para aprobar las leyes, etcétera. Si el legislativo no cumple su cometido de representar a la ciudadanía y deliberar los conflictos, ésta puede optar por otros representantes en la siguiente convocatoria electoral. Si los medios de comunicación mienten y pierden credibilidad, dejan de tener la confianza de la ciudadanía y no pueden complir con su objetivo de articular el debate público y aparecen otros medios u otros espacios que les disputan su cometido. Si los partidos políticos no son creíbles, no agregan los intereses de la sociedad, no son capaces de seleccionar a los mejores para los puestos de responsabilidad pública y no son útiles para solucionar los problemas, surgen formaciones nuevas que lo intentarán por otras vías. Si las organizaciones sindicales, empresariales y sociales no consiguen dar respuesta a las expectativas de quienes dicen representar, pierden capacidad de negociación y acaban en la irrelevancia, siendo sustituídas por otros mecanismos.
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