Las evidencias de cómo el cambio climático está impactando en nuestras vidas se acumulan. Si nos fijamos en España, en este verano de 2022 las olas de calor se han extendido durante cuarenta y dos días —siete veces más que el promedio calculado entre 1980 y 2010—, la superficie quemada por incendios de sexta generación —que liberan tanta energía que son capaces de modificar la meteorología de su entorno— relacionados con el cambio climático superaba ya a mediados de agosto la suma de la calcinada en los cuatro años anteriores juntos, y la sequía está desecando humedales, vaciando acuíferos, arruinando cosechas y dejando a poblaciones sin agua para beber siquiera.
Nada de esto es nuevo, si acaso resulta más evidente. De ahí que el Pacto Verde Europeo, aprobado en 2019, y el programa Next Generation, acordado tras la pandemia, se presentaran como hojas de ruta para que Europa acelerara la transición verde y ejerciera un liderazgo mundial en la lucha contra el cambio climático. No solo eso; cuando Ursula von der Leyen, recién elegida presidenta de la Comisión, acudió a la cumbre del clima COP25 en Madrid para presentar el Pacto Verde Europeo, quiso aclarar que no se trataba de la política verde o energética europea, sino del modelo de desarrollo para Europa. En eso estábamos cuando el 24 de febrero Vladímir Putin invadió Ucrania y el mundo cambió. Especialmente el mundo de la energía. En este escenario, el desafío se torna más complejo. Es necesario plantarle cara a Putin y ganar la guerra del clima. Para ello, me atrevo a sugerir tres claves estratégicas.
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