La presencia de España en el Rif, Sidi Ifni y el Sáhara Occidental ha producido durante el último siglo y medio una espesa sucesión de amargas derrotas, pírricas victorias, fracasos y decepciones. África siempre estuvo ahí, antes, durante y después de nuestra propia Guerra Civil. Y sigue estando desde 1975, cuando la moribunda dictadura franquista entregó los fosfatos de Fosbucraa y el banco pesquero sahariano al rey de Marruecos. A partir de ese momento, buena parte de la población de aquel territorio, que un día fue provincia española, hubo de retirarse al desierto argelino para mantener una guerra desesperada en defensa de su independencia. El Frente Polisario gozó desde entonces de la simpatía de la izquierda española pero también de un sector de la derecha que vio en el abandono y entrega del Sáhara un acto deshonroso, miserable.
Hace tiempo que la independencia saharaui se convirtió en una especie de causa romántica, una aspiración tan legítima como imposible. Los acuerdos al respecto fueron incumplidos y la ONU jamás pudo organizar un referendo de autodeterminación, cuyas dificultades para elaborar el censo crecían conforme pasaba el tiempo. La potencia militar marroquí se impuso –con ayuda técnica de los Estados Unidos y luego de Israel– a la bravura polisaria. Así, mientras niños y niñas procedentes de los campos de refugiados de Tinduf llegaban cada verano a España a pasar sus vacaciones, los USA o Francia asumían expresamente la soberanía marroquí sobre el Sáhara, Alemania claudicaba hace poco ante Rabat, y finalmente el propio Gobierno español ha aceptado que el territorio quede bajo dominio de la monarquía alauita mediante un inconcreto régimen “autonómico”. Sigue leyendo en infolibre.es