Sé que esto que voy a decir es impopular, pero lo creo con total convicción: la vida de quienes se dedican a la política institucional no es fácil. Horarios eternos, fines de semana inexistentes entre actos públicos y de partido, un escrutinio permanente bajo los focos, mala reputación social y, en buena parte de casos, una más que escasa retribución, hasta el punto de que a profesionales liberales o funcionarios de nivel alto ocupar un cargo electo les cuesta perder dinero. Y sin embargo no faltan candidatos ni candidatas. A la política institucional, con estos sinsabores, no entra uno por interés económico ni por ansias de protagonismo, sino con el deseo de llegar al poder para darles a las cosas el sentido que cada cual considera óptimo. Eso son los partidos: maquinarias para conseguir el poder. En tiempos se decía que eran maquinarias para ganar las elecciones, pero ahora, en pleno multipartidismo, y con un sistema afortunadamente proporcional como es el español, hay que diferenciar, porque una cosa es quedar primero la noche electoral y otra muy distinta conseguir el poder (aunque el PP finja no saberlo).
Dada que esta es, a mi juicio, la naturaleza de buena parte de las vocaciones políticas, es interesante preguntarse qué ocurre cuando los partidos, por unos u otros motivos, llegan a su fin. En ese momento, los hay que actúan como “supernovas”; es decir, que al estallar “provocan la expulsión de las capas externas de la estrella por medio de poderosas ondas de choque, enriqueciendo el espacio que la rodea con elementos pesados” (wikipedia); y otros que son “agujeros negros”, o sea una región del espacio con una concentración de masa lo suficientemente elevada como para generar un campo gravitatorio tal, que ninguna partícula puede escapar de él.
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