Cuando se cumplen seis meses de la invasión de Ucrania por parte de Putin, todas las personas expertas coinciden en señalar que la guerra está estancada e irá para largo. Pese a que en un principio pudo parecer que la supuesta superioridad militar rusa permitiría a Putin conseguir sus objetivos en poco tiempo, hoy se ha demostrado que no es así. El inicial golpe de mano, rápido y contundente, planificado por el Estado Mayor ruso ha derivado en una guerra de desgaste donde los avances y retrocesos de los frentes se producen al ritmo de la I Guerra Mundial. Nadie logra imaginar de qué manera tal situación pudiese evolucionar hacia algún acuerdo entre las partes o al menos un alto el fuego.
Los efectos los estamos viendo en todo el mundo. Incluyen una inflación desmedida, una crisis energética y otra alimenticia, así como una creciente tensión en el seno de las sociedades occidentales, que ya empiezan a preguntarse cuánto están dispuestas a pagar por el apoyo a Ucrania (aquí unos datos sobre Alemania) y por seguir parándole los pies a Putin. Incluso, con la solemnidad que caracteriza a los presidentes de La République, Macron ha decretado el «fin de la era de la abundancia» y las despreocupaciones, sin que esté muy claro qué quiso decir realmente, como se refleja aquí. No es difícil acordarse de cuando Sarkozy sentenció que con el crash financiero del 2008 había llegado el momento de repensar el capitalismo, y el resultado fue la laminación de lo público, una mayor desregulación y un dramático incremento de la desigualdad. Si ha de ponerse fin a esa era de la abundancia —algo imprescindible para la sostenibilidad del planeta—, discutamos a quiénes y a cuántos habrá de aplicarse esa regla decreciente.
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