Este martes la Constitución española cumple 44 años víctima de una adicción que la tiene paralizada. Como cada año, se hará balance de los progresos que supuso y de los que dejó sin recoger, de lo que permitió avanzar y de lo que mantuvo congelado. Ojalá me equivoque, pero mucho me temo que se volverá a poner el énfasis en lo que sucedió 44 años atrás y no en lo que ha acontecido en esas más de cuatro décadas. Y, por supuesto, los informativos se teñirán de nostalgia, añorando ese momento idealizado de consenso donde las dos Españas fueron capaces de encontrarse y acordar. Se olvidará que también hubo disensos, y de esa manera pasará a la Historia una imagen dulcificada de un periodo de extrema dificultad. Quizá sea lo de menos, pero seamos conscientes.
Curiosamente el día de la Constitución, que quizá debería llamarse de exaltación del acuerdo, se celebrará tras unas semanas especialmente intensas de insultos, descalificativos y tensión en sede parlamentaria. Una tensión ampliada por ese empeño mediático en focalizar los momentos de bronca en lugar de los miles de acuerdos a los que cada día llegan las instituciones, y por esa estrategia de los partidos en mostrar sus peores formas justo cuando el piloto rojo de las cámaras se enciende, pensando que están dando a los suyos lo que demandan. No todos; detrás hay unas estrategias cuidadas, tanto de la extrema derecha, como analizaba aquí hace unos días, como por parte de un sector de Podemos, como señala aquí Santiago Alba Rico y aquí Esteban Hernández. Lo que sí harán unos y otros (salvo alguno) será añorar esos tiempos remotos de acuerdos y consensos. Otra versión de la retroutopía.
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