No perdamos la perspectiva: España no es un país corrupto. Nadie tiene que deslizar un billete de 20 euros para que el pediatra recete un antibiótico a su niño, ni hay que pagar una mordida al profe para que le suban las notas de bachillerato y entrar a la carrera deseada, ni pagar con favores sexuales a un policía de tráfico para evitar o rebajar una multa, como ocurre en otros países. El problema de la corrupción en España está muy localizado en las élites políticas, empresariales, financieras y judiciales, y sobre todo en lo que tiene que ver con los contratos y obras públicas. Tal situación no es ningún consuelo, porque contribuye a corroer la democracia y despliega sobre ella los peores efectos en forma de desafección, pero ayuda a caracterizar el fenómeno y por lo tanto a abordarlo con rigor de forma eficaz.
De los casos que hemos conocido estos días se desprenden algunas conclusiones. El escándalo de El Mediador, cuya onda expansiva aún no se sabe dónde llegará, confirma las dificultades que existen para atajar la corrupción aunque sea de bajo nivel y movilice cantidades pequeñas, pero también pone de manifiesto que se puede actuar con firmeza y celeridad en el momento en que se conocen los primeros indicios, como hizo en este caso el PSOE. Claro que antes conviene que nos interroguemos sobre los controles internos de un partido que alberga a cargos públicos cuyas prácticas corruptas nadie detecta hasta que es demasiado tarde.
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