La semana que acaba de terminar nos ha dejado dos imágenes preocupantes de una España que sufre. El jueves, una mujer aquejada de una enfermedad degenerativa incurable se suicidó en un hotel de Madrid. Previamente había solicitado el derecho a una muerte digna que le asistía según la ley que despenalizó y reguló la eutanasia, aprobada por el Parlamento español y puesta en marcha a finales del pasado mes de junio. Había solicitado morir con dignidad y su médica aceptó al principio tramitar tal petición, pero cuarenta y ocho horas después optó por acogerse a la objeción de conciencia. En ese momento, el hospital donde esta paciente era tratada –el militar Gómez Ulla– ignoró sus alegaciones y la petición fue desestimada. Nadie le hizo caso, ni siquiera cuando, de la mano de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), hizo pública su situación. El Gobierno madrileño se refugió en un mutismo absoluto. Sólo había una salida, la de siempre: suicidarse en soledad y mediante recursos de ocasión, procurando no salpicar a ninguna persona que le hubiera apoyado en ese tramo, tan difícil pero tan lógico, de abandonar una vida que ya no era vida, sino un sufrimiento imposible de soportar.
El mismo día conocimos por la Cadena Ser el caso de Marta Vígara, geriatra del Clínico San Carlos de Madrid, que a las 17 semanas de embarazo sufrió la rotura prematura de la bolsa y perdió el líquido amniótico. Los ginecólogos le comunicaron que el pronóstico fetal era infausto y le informaron de que podía interrumpir el embarazo pero no en ese hospital, porque todos los profesionales del departamento son objetores de conciencia. «Algún sanitario le llegó a confesar que hacer legrados es muy desagradable», según cita la Ser, que informa también de que todos los médicos del departamento de ginecología se declararon en 2009 objetores de conciencia, y derivan a las mujeres a clínicas privadas. Tras emitirse la escalofriante historia, fueron decenas las mujeres que contactaron con la Ser para contar historias similares.
En ambos casos, la objeción de conciencia de los sanitarios está imposibilitando el cumplimiento de leyes aprobadas por quien tiene la legitimidad para hacerlo, el Parlamento. Es cierto que el asunto de la objeción de conciencia es vidrioso, pero debe estar pormenorizadamente regulado en sistemas democráticos, de forma que no impida el cumplimiento de las leyes. La ley 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo recoge que los profesionales sanitarios «directamente implicados» en una interrupción voluntaria del embarazo tienen derecho a la objeción de conciencia «sin que el acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas». ¿Cómo garantizar esto? Resultaría cuando menos irónico dejarlo en manos de una comunidad autónoma –en este caso, la madrileña–, cuya presidenta no ve en esta objeción de conciencia masiva ningún problema y respalda esta actitud de los sanitarios. Quizá por eso, según los datos publicados por la Ser, de los 16.852 abortos que se practicaron en Madrid en 2019, solo uno se produjo en un hospital público del Servicio Madrileño de Salud. De esas casi 17.000 mujeres, un 46% se informó sobre el procedimiento en un centro público, aunque luego no pudieran ejercer allí ese derecho, ni siquiera los 2.278 casos en los que se alegó riesgo para… Seguir leyendo en infolibre.es