Toca empezar pidiendo disculpas a lectores y lectoras por tener la desfachatez de dedicar una serie de artículos, en pleno mes de agosto, a intentar entresacar las lecciones que nos va dejando la guerra de Ucrania. Soy consciente de que los españolitos hemos decidido que la crisis económica propiamente dicha empezará el 1 de septiembre y que mientras tanto toca tomarse la revancha de dos años de miedo, prudencia y contención. Sigan bailando, por tanto, y ojeen tan solo estas columnas entre fiesta y fiesta. Cuando llegue septiembre habrá tiempo de recuperarlas; no se preocupen.
Europa occidental llevaba años felizmente ajena a la guerra, convencida de que tal catástrofe no podría volver a pasar. Décadas en las que, por poner un ejemplo, en las facultades de Ciencia Política apenas se ha estudiado nada que tenga que ver con la estrategia militar ni cosa que se le parezca. La disciplina quedó reducida a círculos muy especializados. Como recuerda Margaret MacMillan en La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, Taurus, 2021. “En la mayor parte de las universidades occidentales el estudio de la guerra se descuida en gran medida, tal vez porque tememos que el simple acto de investigarla y pensar en ella conlleve una suerte de aprobación”. En efecto, las sociedades europeas en general y la española en particular se han alejado de todo lo referente a la guerra y han ido cultivando, progresivamente, actitudes más pacifistas. El movimiento antimilitarista hizo furor en los años 90 y el fin del servicio militar obligatorio, más allá del debate sobre el modelo de ejército que configuraba, atestiguaba una profunda convicción pacifista en la sociedad. Como debía de ser.
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