En cada trauma colectivo hay una circunstancia que se pone de relieve con más y más claridad y en la guerra de forma trágicamente visible. Si bien la interdependencia que existe hoy en las relaciones internacionales no es nada nuevo, ha ido incrementándose conforme la globalización económica, la rapidez en las transmisiones de datos y la movilidad diaria de cientos de millones de personas aumentaba de manera exponencial. En la pandemia ese fenómeno se hizo muy evidente y formó parte de una experiencia vital que compartimos a lo largo y ancho del planeta. Desde que se tuvo constancia de la aparición de un “bicho” extraño y letal allá por la lejana China, bastaron cien días, poco más de tres meses, para que el mundo se parara por completo. Hoy se comprueba algo parecido con la guerra en Ucrania.
Podríamos jugar a dibujar un mapa de relaciones causa-efecto donde, partiendo de la noche del 24 de febrero, cuando Putin inició la invasión de Ucrania, se fueran señalando y catalogando las múltiples consecuencias directas e indirectas de ese conflicto armado. Algunas son notorias porque han provocado titulares e inquietud en las altas esferas y en las poblaciones: crisis energética, incremento de la inflación -que ya repuntaba tras el parón económico provocado previamente por la pandemia-, hambrunas en el África subsahariana donde han dejado de llegar los cereales ucranianos, y un largo etcétera. Los mercados internacionales se agitaron. Ni las criptomonedas escaparon a las ondas expansivas de las bombas rusas. Otros fenómenos, apenas empezamos a vislumbrarlos seis meses después de iniciarse los combates. Estamos ante una especie de “efecto mariposa”, solo que en este caso el grácil insecto lanza misiles supersónicos y arrasa ciudades. Nadie saldrá totalmente ileso conforme los daños colaterales se extiendan desde el Dnieper hacia Europa Occidental y más allá. Los países son conscientes de esto y lo usan como arma de guerra.
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