Llevamos décadas cultivando la distopía y dejando para tiempos mejores la noble tarea de imaginar futuros deseables. Craso error. Lo primero para conseguir cualquier cosa es imaginarla, ya que aunque después corra el riesgo de verse pervertida o desvirtuada por esos «detalles» que comporta la ardua aplicación a la realidad, al menos sabremos lo que queremos.
Acabamos de comprobar cómo el todopoderoso G7, el club de las economías más potentes, ha acordado impulsar un impuesto de sociedades global a las multinacionales de, al menos, el 15%, algo que hasta ahora estaba en el listado de deseos de los economistas más a la izquierda, y asumido por todos que se quedaría allí, en mera ilusión.
Al mismo tiempo llegan noticias de cómo la administración Biden reinventa el keynesianismo con iniciativas que enseguida hacen volver la mirada a los tiempos de Roosevelt –no son pocos, de hecho, los libros que se están publicando que ayudan a entender lo que aquello fue y es. Entre otros, Historia del New Deal: conflicto y reforma durante la gran depresión de Andreu Espasa (Catarata) y El precio de la paz: dinero, democracia y la vida de Keynes, de Zachary D. Carter (Paidós)-, algo impensable hace apenas una década.
Sea consecuencia de la necesidad de contar con estructuras sólidas para hacer frente a China, de la imperiosa urgencia de recobrar la confianza de la ciudadanía en la democracia mediante servicios públicos y políticas económicas que generen cohesión y protección social, o por ambas cosas a la vez, la vuelta a un Estado fuerte se consolida en Occidente.
Movimientos tectónicos profundos están haciendo mover pilares del sistema, probablemente porque éste ha entendido sus debilidades y es el primer interesado en renovarse para seguir vivo. De ahí que la transición ecológica y la vuelta a un Estado activo -y cada vez más «emprendedor» en palabras de Mazzucato- se estén situando en el centro de… Seguir leyendo en infolibre.es