La ciencia nos ha traído buenas noticias este último año, hasta el punto de que ha recuperado gran parte de la credibilidad que el trumpismo le había arrebatado. Lo que parece que no acabamos de entender, no obstante, es que la excepcionalidad de la situación requiere de decisiones excepcionales. Por eso la exigencia de que se levanten las patentes de las vacunas antiCovid y se obligue a las farmacéuticas a cooperar entre sí para garantizar el suministro al conjunto de la población mundial empieza a ser un clamor.
La vacuna que menos tiempo había tardado en desarrollarse hasta ahora era la del ébola. Cinco años costó su obtención y aprobación por parte de los organismos competentes. Las diversas vacunas para hacer frente al covid-19 se han desarrollado en apenas 11 meses. Motivo para la alegría, sin duda. Pero, ¿de qué sirve este logro si luego existen numerosas dificultades para su producción y distribución?
Se nos olvida a menudo que en el asunto de las vacunas intervienen distintos procesos, cada uno en una fase, y que todos ellos deben funcionar a la perfección para conseguir el éxito. Una primera etapa es la obtención de la vacuna –en plural en este caso–, conseguida en tiempo récord, tras batir otro récord en la previa identificación del genoma del Sars-CoV-2. Pero las siguientes son la producción en cantidades adecuadas –tras la obtención de los entorno a 200 componentes que conforman la vacuna–, la distribución para hacerla llegar a los destinatarios y la organización para suministrarla a cada persona. Salvo en la primera fase, la relativa al descubrimiento científico, en el resto se está fallando estrepitosamente.
La producción escasea debido al limitado número de empresas que están fabricando la vacuna, lo que les convierte, además, en actores imprescindibles con una posición negociadora más que privilegiada ante Estados o estructuras como la Unión Europea. Cosa distinta es que la estrategia de esta última y la opacidad con la que se ha llevado el proceso y firmado los correspondientes contratos tampoco hayan ayudado; pero la cuestión de fondo es que el limitado número de empresas que fabrican las vacunas les sitúa en una posición de oligopolio bastante contradictoria con los principios del libre mercado. Tanto, que el Gobierno Biden, poco sospechoso de coquetear con los principios bolivarianos, obligó a Johnson & Johnson a llegar a un acuerdo con su competidora Merck para acelerar la producción de vacunas. A cambio ha ayudado a Merck con 269 millones para adaptar sus instalaciones. Posteriormente, la Administración estadounidense ha intervenido para poner bajo control de la misma J&J el laboratorio Emergent BioSolutions, después de que mezclara por error ingredientes de dos vacunas diferentes arruinando 15 millones de dosis.
No debería olvidarse que buena parte de este logro se debe a las ingentes cantidades de dinero público inyectadas, que en buena medida han terminado en los bolsillos de los accionistas de las farmacéuticas. Una cosa es defender que la investigación haya que financiarla y deba ser rentable económicamente –todo un debate, por cierto– y otra que con fondos públicos financiando tanto la investigación primaria imprescindible para la obtención de la vacuna, como la vacuna en sí, luego los accionistas de las farmacéuticas se hagan millonarios mientras negocian –o chantajean, según el caso– con los gobiernos, en un entorno de… Seguir leyendo en infolibre.es