Entre las cosas que más sorprenden a los estudiantes universitarios es escuchar que en la Transición, cuando se diseñó nuestro ordenamiento jurídico, los partidos políticos eran sinónimo de modernidad, libertad, democracia, pluralidad y buen rollo. Sí, los mismos que hoy son denostados por una abrumadora mayoría y en los que apenas un 7% (según el último Eurobarómetro de marzo de 2023) dice confiar. Cuatro décadas prohibidos bastaban entonces para convertirlos en el símbolo de la democracia.
En este contexto, el constituyente tenía dos obsesiones: dar a los partidos el papel de piedra angular que merecían en una democracia –lo cual explica, por ejemplo, el estrecho margen que se deja a la participación ciudadana–, y dotar al sistema de mecanismos de estabilidad. Se miraba de reojo a Italia con pánico.
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