Desde hace una década, se escucha hablar con frecuencia de las “guerras culturales” sin prestar atención a qué esconde dicho concepto. Se hace, además, olvidando que fue Steve Bannon, el ideólogo de la ultraderecha, quien propuso esta idea, hoy popularizada, como si de un nuevo campo de batalla se tratara, y lo hizo aludiendo a ello como forma de cuestionar el derecho al aborto, criminalizar la migración, desprestigiar las instituciones y arrojar contra el “establishment democrático” toda la frustración, furia e indignación tanto de los perdedores de la globalización como, sobre todo, de los que tenían miedo a ser los siguientes que el sistema dejara varados en el camino. El objetivo era claro: la victoria de Donald Trump en EEUU y la construcción de una red de ultraderecha en Europa.
La expresión tiene sus antecedentes en la revolución cultural de Mao y su intento de recuperar a un proletariado peligrosamente desclasado, cambiando la lucha de clases por la lucha de identidades. Marcuse le siguió la pista y vio en lo que hoy llamaríamos valores o movimientos post-materialistas la construcción de un sujeto político revolucionario. Hoy, escondido por el desprestigio de la palabra “ideología”, se están produciendo auténticos combates ideológicos bajo el pseudónimo de “guerra cultural”, ayudando a generar una maraña de confusión que ayuda sobremanera a sus creadores.
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