Europa era un pequeño y confortable geriátrico suizo con los problemas propias de ocho décadas de paz. Una población envejecida de apenas 500 millones de personas, con alto nivel de vida y confort, preocupada en avanzar en conocimiento, desarrollar tecnología, limar las desigualdades sociales, cuidar el medio ambiente y garantizar status suficiente a esas clases medias que han dado estabilidad al continente. Eso era hasta la noche del 24 de febrero de 2022.
La invasión de Ucrania por Putin nos ha hecho despertar de 80 años de construcción de paz en el viejo continente, a excepción hecha de la guerra de los Balcanes (difícilmente comparable con esta por su naturaleza de guerra civil). La vieja máxima de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios había sido desterrada del ideario europeo. Al menos, en casa. Otra cosa eran esas tierras lejanas y extrañas de fanáticos irracionales que andan permanentemente a la greña, pensábamos.
La sociedad europea –aun con diferencias en cada país– se ha mostrado abiertamente pacifista, ha ido entendiendo sus ejércitos como dispositivos al servicio de Naciones Unidas y misiones de paz, y progresivamente ha reducido los recursos que les dedicaba. En el seno de la Unión hablar de un ejército común producía sarpullido hasta hace poco, y la timidez con que se afrontaban estas cuestiones llevó no hace mucho al alto representante de la UE para política exterior y de seguridad, Josep Borrell, a reivindicar que Europa “debe aprender rápidamente a hablar el lenguaje del poder”.
El mismo espíritu alcanzó a la OTAN. El próximo mes de junio Madrid va a acoger una cumbre de la alianza atlántica donde, hasta hace unas horas, la OTAN iba a replantearse su sentido en un mundo que nada tenía que ver ya… Seguir leyendo en infolibre.es