Pocas cosas justifican más el Estado que proveer de las condiciones para que el cuidado, de uno mismo y de los demás, sea posible.
Las cuestiones implícitas que van quedando en el debate público dejan huellas que poco a poco configuran un imaginario. En esta etapa de la gestión de la pandemia la llamada al autocuidado ha aparecido, de la boca de Isabel Díaz Ayuso, unida a la negativa a tomar restricciones. El autocuidado sería, desde esta óptica, dejar las decisiones relativas al cuidado en manos de cada cual, renunciando la Administración a adoptar medida alguna.
Afortunadamente, el debate sobre los cuidados ya había tomado vuelo antes de la pandemia de manos del movimiento feminista, y con la emergencia del virus su desarrollo ha sido mayor. Esto ha hecho que haya dejado de ser un asunto privado, en la enorme mayoría de casos responsabilidad de las mujeres, para convertirse en un valor público del que nadie queda eximido; tampoco los responsables políticos. Se convierte, como señala Victoria Camps en Tiempo de cuidados (Arpa), en “un principio de conducta que debe reflejarse en el comportamiento humano en su relación con los demás, en todos los ámbitos en que esa relación esté demandando una solicitud especial, sean el ámbito familiar, pero también el de la educación, la asistencia médica, la administración pública, la empresa, la comunicación o cualquier otro”. Los cuidados dejan así de ser obligación de las mujeres o de las familias, para pasar a serlo del conjunto de la sociedad, incluyendo tanto a las instituciones y administraciones que gestionan lo público como a los individuos. Nada más lejos de la idea de abandono a su suerte que… Seguir leyendo en elpais.com